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La Buenos Aires que vio Elizabeth, la maestra de la laguna.

Al desembarcar en el puerto de Buenos Aires, la señorita Elizabeth O´Connor, una de las maestras norteamericanas que el Presidente Sarmiento trajo a la Argentina, debió de sentirse desilusionada. Todo lo que se ofrecía a su vista era la llanura inmensa, apenas interrumpida por las cúpulas de las iglesias.

El puerto no estaba a la altura de su importancia comercial, pues para alcanzar el muelle de pasajeros había que recorrer millas de río a bordo de barquitas endebles, y luego la orilla pantanosa sobre carros de tiro, hasta tocar tierra firme. Los famosos bancos de arena del Río de la Plata dificultaban el acceso a los barcos de mayor calado, y a pesar de que el puerto ideal era el de la Ensenada de Barragán, cerca de La Plata, capaz de albergar a una corbeta de 500 toneladas, los intereses creados por la centralización de Buenos Aires provocaron que se insistiese en una rada natural frente a la ciudad.

Así fue que se gastaron fortunas en canalizaciones y reconocimientos.

Aquel viaje, sucio y peligroso, sin duda habrá causado en la culta señorita de Boston una mala impresión.

Si no hubiera sido tan tenaz en sus propósitos, también se habría arrepentido de su llegada al recorrer las calles de tierra con sus veredas estrechas y sus casas bajas, cuyas rejas ventrudas habían provocado (aunque ella no lo sabía) más de un accidente.

Consta en las crónicas de la Honorable Junta de los primeros tiempos patrios que una bonita señorita había perdido un ojo y que un honrado artesano se estropeó el brazo derecho. Las quejas de los vecinos eran continuas, pues en las noches mal iluminadas aquellas rejas constituían un serio riesgo para la salud.

El olor a comida que despedían las tiendas de la Recova Vieja en la Plaza de la Victoria, y los desperdicios acumulados en los terrenos aledaños al río, tampoco le habrán resultado alentadores.

Sin embargo, algo nuevo se estaba perfilando, y los años de 1870 marcaron el umbral hacia un cambio progresivo: Buenos Aires dejaba de ser la Gran Aldea para convertirse, de a poco, en una ciudad moderna.

El concepto de modernidad estaba determinado por el alumbrado público, la vigilancia, la instalación del agua corriente, el transporte de pasajeros y la sanidad, tanto en las calles como en las cárceles.

Muchos de esos cambios se produjeron forzados por las circunstancias (como la epidemia de fiebre amarilla en 1871, que puso sobre el tapete la deficiencia sanitaria) y otras veces, por la influencia de aquellos países que se tomaban como modelo (Francia o Inglaterra), desterrando las tradiciones españolas, consideradas vetustas por provenir de la época colonial.

El progreso venía de la mano de las siguientes obras:

-la nivelación de las calles, que empezó desde el Sud, si bien no se hizo de modo constante;

-la sustitución del alumbrado de aceite por el de gas;

-el empedrado y la numeración de las casas, partiendo de Rivadavia hacia el norte y hacia el sur; (también se cambió el nombre de algunas calles).

-la construcción de la Nueva Aduana en el puerto; del centro de su fachada circular se desprendía el largo muelle de pasajeros por el que caminó Elizabeth al llegar.

-la inauguración de nuevos ramales del Ferrocarril del Oeste, cuya estación ocupaba el solar donde hoy se levanta el Teatro Colón; en los años siguientes el trazado de líneas férreas se extendió por todo el país.

-la instalación de aguas corrientes en algunas partes de la ciudad.

Si Elizabeth no hubiese estado tan ocupada, podría haber asistido a una función de alguna de las “Casas de comedias” o “Coliseos”: el Teatro Argentino, situado frente a la Iglesia de la Merced, o el Teatro de la Victoria.

Ninguno de ellos era una joya arquitectónica, como lo fue más adelante el Teatro Colón. Las representaciones solían ser burdas aunque reflejasen los textos clásicos, pues a menudo las traducciones eran defectuosas.

Los palcos se reservaban a las familias de renombre que lucían sus atuendos elegantes en los más altos, mientras que ocupaban los más bajos si deseaban vestir con sencillez. La platea estaba reservada a los hombres y La Cazuela (vulgarmente llamada el Gallinero), por sobre los palcos altos, era ocupada por mujeres de diversa condición que allí se amontonaban democráticamente.

El mismo año de llegada de Elizabeth, 1870, se inauguró un nuevo teatro: el de la Alegría, en la calle Chacabuco, en un solar que más tarde ocuparía la revista Caras y Caretas hasta su desaparición.

La ciudad contaba con muchos espacios vacíos llamados “huecos”, donde solían estacionar carretas de mercado y troperos, y que fueron deviniendo con el tiempo lugares para el recreo público, hermoseados por jardines y avenidas de árboles: el Hueco de Salinas, el de las Cabecitas (hoy plaza de Vicente López), el de doña Engracia (hoy plaza Libertad)….

La Plaza del Retiro, donde otrora funcionó el mercado de esclavos y que fue escenario de las corridas de toros hasta 1822, se convirtió en un lugar muy concurrido los domingos y días de fiesta, pues las damas deseaban ver y ser vistas.

El Paseo de Julio, por el que Elizabeth caminó del brazo de su primo Roland, vino a sustituir a la tradicional Alameda como lugar de recreo sobre el río; se le construyó un murallón de pilares cuadrados y una verja de hierro que corría en línea recta con los edificios de la actual Avenida Leandro N. Alem.

Entre los bares y cafés que poseía Buenos Aires, Elizabeth podría haber frecuentado el de Catalanes, muy popular en las noches de verano, bastante lujoso y bien atendido. Contaba con un hermoso patio y espaciosas salas, y se hallaba próximo al Teatro Argentino. Podría haber pedido allí “café y leche”, como se decía entonces, y de seguro se lo habrían traído en enormes tazas que desbordaban el líquido hasta el platillo, junto con tostadas con manteca y azúcar.

Otros despachos posibles eran: té, café negro, chocolate, candial, horchata, naranjada y algunas copitas.

No habría sido de buen tono, en cambio, que fuese a una fonda, donde los parroquianos solían comer en mangas de camisa y sin sacarse el sombrero, hablando de mesa a mesa, mientras que eran servidos por mozos en chancletas que terciaban en las conversaciones con total desparpajo y hasta fumaban un cigarrillo.

Toda regla de urbanidad desaparecía por el mero hecho de hallarse en una fonda o bodegón.

De no haber contado con la hospitalidad de su tía Florence, Elizabeth habría debido alquilar una habitación amoblada, recurso bastante corriente entre los extranjeros que llegaban al país y que acababan compartiendo los almuerzos con la familia.

Los hoteles y posadas no estaban a la altura todavía.

La influencia extranjera, sobre todo la de los comerciantes ingleses, era notable. Muchas costumbres se modificaron entonces, como la de residir en las afueras de la ciudad, siguiendo el hábito inglés de vivir en los suburbios, aunque hay que advertir que estos cambios iban de la mano del esnobismo de los porteños, pues la gente del interior del país se mantenía apegada a sus costumbres y miraba con desconfianza las que venían de afuera.

Así, por ejemplo, mientras las porteñas se desvivían por conseguir el figurín europeo para estar al tanto de la moda francesa y los porteños alardeaban de las gorras y sombreros ingleses, la gente del interior preservaba el traje español, aun en sus formas más tradicionales, como la mantilla o el rebozo.

Elizabeth trajo la novedad de la “cola” polisón, abultada en la parte posterior del traje, y llevaba las faldas más cortas, facilitando los movimientos, ya que en Norteamérica las mujeres manifestaban tendencias feministas que se advertían en los detalles del vestir. Su audacia sin embargo no llegó a ser tanta como para vestir los “bombachos” creados por Mrs. Bloomer, que escandalizaron incluso a las mujeres norteamericanas.

Correos y telégrafos, tiendas en la calle del Empedrado (actual Florida), edificios que albergaban a los inmigrantes y que se conocían como “casas de inquilinos” o conventillos, venta callejera, el tranvía a caballo como novedad de transporte, los carros atravesando la ciudad en desorden, vecinos que se saludaban de una calle a la otra, el hábito de sacarse el sombrero al pasar por una Iglesia, los juegos de Carnaval, brutales e inevitables, las fiestas recoletas junto a la Iglesia del Pilar, la hospitalidad porteña, las galas de los teatros, la cercanía del matadero con su olor pestilente, los barcos que llegaban, alborotando el muelle….

Aquella ciudad fue la que Elizabeth O´Connor conoció a su llegada del este de Norteamérica, dispuesta a emprender una misión que algunos hombres de pensamiento avanzado consideraron la clave del progreso de un país: la educación de sus maestros.

Mucho más podría decirse sobre la Buenos Aires de antaño, sobre todo porque en los años siguientes al de la llegada de Elizabeth hubo una aceleración en ese camino, bajo los gobiernos de Nicolás Avellaneda y Julio A. Roca. Las naciones modernas requerían el tipo de construcciones y avances técnicos que llevó a cabo la generación de los años 1880. Luces y sombras de un país en ciernes.

Ése, sin embargo, será el escenario de otros protagonistas, otras heroínas y otros hombres que, con sus actos y sus pasiones, fueron trazando el mapa de nuestra historia.

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