top of page

El morral de otro: el amor en tiempos de frontera


Los ojos le ardían de tanto escudriñar el campo. Hizo visera con la mano para evitar la trampa del sol diluyendo el arenal, y nada vio. El corazón se le salía del cuerpo.

Aquel montículo de tierra entre Trenque Lauquen y Ancaló, con sus ranchos de carrizo y el foso, era el Fortín del que al amanecer había partido su hombre con otros cuatro soldados mal pertrechados.

¿Cuánto podía demorarse una partida en pos de unos pocos lanceros?

Malhadada la decisión del comandante. ¡Si ya estaba la zanja de Alsina para detenerlos! ¿A qué molestarse en perseguirlos? Almira sospechaba que los tapes los chuceaban de puro gusto nomás, para hacerlos rabiar. Por las míseras reses que tenían no valía la pena arriesgar el pellejo. El indio quería hacerse notar, que supieran que aquella tierra desierta aún le pertenecía.

Buscó con anhelo alguna señal que moviera el horizonte.

Nada.

La fortinera arrancó un yuyo florecido entre los palos a pique del cerco y lo dejó en el nicho de la Virgencita, ese hueco en el adobe adonde iban a parar los responsos de las misas a cielo abierto.

De pronto, el suelo retembló bajo sus pies descalzos. El centinela dio el alerta. Varias mujeres corrieron, y ella.Ella se mordía los nudillos mientras sus ojos contaban, entre lágrimas, los caballos que se acercaban. Cuatro, cinco,¡Estaban todos!

El "Dios bendito" murió en sus labios al advertir, en medio de la polvareda, que uno de los patrios llevaba un cuerpo cruzado sobre el lomo.

-¡Remigio no!

Un soldado desmontó casi al galope y cruzó el patio de arena a la carrera. Iba directo hacia ella, con la desgracia aleteando sobre su quepis descolorido. Un bordoneo lúgubre, invisible, brotó de un rincón a modo de homenaje.

-Almira, lo lamento. No se pudo.

Ella permanecía muda, la desolación nublándole la vista y la mente revuelta.

El otro carraspeó, incómodo.

-Te traje esto -y le tendió un morral de cuero viejo donde ella había puesto, sólo unas

horas antes, un pan y un puñado de yerba, por si hacían noche en alguna parte.

La mujer lo acarició, ensimismada. Olía a él todavía. Y descubrió, con el alma fundida en las sombras de la tarde, que además del pan y la yerba su Remigio había metido adentro el pañuelito bordado que ella le regaló al aceptarlo. Facundo seguía envolviéndola con su mirada oscura, de ojos achinados como los de su camarada. Almira oprimió el morral contra su pecho y enderezando la barbilla, dijo con una voz que parecía de otra:

-Pasá, en el fuego queda agua calentita.

El soldado tragó saliva y la siguió, respetuoso. Sabía lo que esa invitación significaba.

A partir de esa noche, sería él quien cargara el morral en las partidas.

Posts
Aún no hay ninguna entrada publicada en este idioma
Una vez que se publiquen entradas, las verás aquí.
Textos recientes
Buscar por etiqueta
Follow Us
  • Facebook Classic
  • Twitter Classic
  • Google Classic
bottom of page