El día que Sarmiento fue al puerto para dar una bienvenida muy especial

Martes de Semana Santa, 1870
La niebla matinal y el humo de los vapores enturbiaban la vista del hombre que aguardaba impaciente en el muelle de Buenos Aires. Pocos de los que se apretujaban en ese largo tablado que se adentraba en las aguas del Río de la Plata se percataron de que aquel caballero de mirada intensa era el presidente de la República. Nadie imaginaba al mismísimo Domingo Faustino Sarmiento acudiendo a recibir a pasajeros de ese barco anclado a millas de la costa debido a los bancos de arena traicioneros.
El chapoteo de los bueyes y la gritería de los porteadores indicaron que ya se había hecho el trasbordo de las chalupas a los carros que salvarían el último tramo, la franja barrosa que dejaba el río antes de tocar la costa porteña. Sarmiento avanzó a los codazos.
-¡Abran paso!
Como las aguas, la multitud se abría, advirtiendo por primera vez de quién se trataba.
-¡Es el loco Sarmiento! -se oyó decir en un audible murmullo.
Daba igual, el presidente oía cada vez menos y lo único que le importaba en ese momento era ver con sus propios ojos a las recomendadas de su amiga Mary Mann y de Kate Dogget, la dama de Chicago que tanto llamó su atención.
-¿Serán ellas, señor? -aventuró su asistente al divisar a tres mujeres austeras de pie junto a sus baúles, mirando hacia ambos lados.
-Son ellas -aseveró el presidente.
Sin otro indicio que el porte discreto y el gesto resuelto, Sarmiento supo que aquéllas eran las normalistas que esperaba para cumplir su propósito de educar maestros y sembrar de escuelas la República. En ellas adivinó la moral de Nueva Inglaterra que tanto le había impactado.
De pronto, entró en escena una pareja de aspecto extranjero que saludaba a las recién llegadas en su idioma.
-¡Otra vez no! -bramó Sarmiento.
Nada le impediría enviar a las maestras norteamericanas a San Juan, donde anhelaba fundar una escuela basada en los planos que él mismo había dibujado durante su viaje por los Estados Unidos.
-Rápido, Francis -dijo a su asistente mientras avanzaba para interponerse entre los compatriotas y las jóvenes mujeres-, antes de que empiecen con los degüellos en la provincia y las acechanzas de los malones. Vamos a ganarles de mano esta vez, para que no las asusten como hicieron con la Gorman.
Ni Serena Wood, ni las hermanas Isabel y Anna Dudley, debían de conocer el disgusto que la primera en llegar había causado al presidente meses antes al negarse a ir a San Juan, o no lo habrían saludado tan sonrientes al verlo aparecer con aquella mirada incendiaria dirigida al matrimonio que acudía a recibirlas en representación diplomática.
-Bienvenidas, señoritas. La patria las espera.
Tiempo tendrían las maestras de enterarse de los infortunios de Mary Gorman y de la real situación de esa patria sedienta de conocimiento en la que aún corría la sangre a raudales y las instituciones pendían de un hilo. Por fortuna para ellas, había otra mujer dispuesta a apañarlas frente a ese hombre formidable empecinado en cumplir un sueño.
Entre Sarmiento y las maestras, Juana Manso sabría interceder y suavizar los roces. La epopeya recién comenzaba.