Cuando le tiraron estaba muerto

Así dijo la viuda ante el requerimiento del juez constituido en la Jefatura de General Alvear, al sur de Mendoza, aquel aciago día de septiembre de 1941.
Telma Ceballos, desconsolada aunque íntegra en su fortaleza de esposa y madre, relataba con precisión los hechos.
Ellos le tiraron cuando ya estaba muerto, señor. Mi esposo se suicidó, ésa es la verdad.
Su marido no era un tipo cualquiera, señora. Tenía, digamos, un abultado prontuario.
A mí y a mis hijas nunca nos faltó, señor juez. Tuvo sus cosas de hombre solo, sí, pero en el fondo era buena persona, leal con sus amigos.
El funcionario se echó hacia atrás en su silla y suspiró. Era lo que se decía, que Juan Vairoleto era un buen hombre, que ayudaba a la gente necesitada, que usaba códigos de honor y quién sabía cuántas fantasías más. Sus andanzas por la pampa le habían granjeado fama de solidario, del que roba pero también da. Dar y quitar, una suerte de Dios en la tierra, atribuyéndose el reparto de la vida y los bienes.
El juez contempló a la mujer que se mantenía erguida ante él. La pobre debía de haber quedado en la estacada, porque aquel dinero mal habido la mantenía.
¿Por qué lo iban a ayudar, si no? -dijo ella de pronto, belicosa -Todos lo apreciaban.
Había verdad en ello. Los pobladores que Vairoleto esquilmaba le profesaban respeto, fuera a saberse la razón; quizá el coraje que siempre deslumbra, o la sonrisa que desplegaba al ver a una joven mujer entre los habitantes de una casa.
Dios sabría lo que atravesaba la mente humana en tales casos.
"Todos necesitan héroes", pensó malhumorado el juez.
Él se preciaba de justo y no quería desahogarse con la viuda. Ella conocía al bandido en el hueco que todo hombre reservaba a la vida íntima. Y ese proceder era lícito.
Tuvimos nuestro rancho y nuestra quintita allá, en el Atuel -proseguía la mujer.
Señora, usted sabe que a un hombre como su marido le cuesta enderezarse. Aunque quiera, a veces la sociedad no lo deja.
¡Le han endilgado crímenes falsos, señor!
A la gente le gusta la fábula. Así y todo, tuvo las muertes que quiso y con eso basta.
El juez Vargas pensó que el cansancio de la huida le haría desear el final, anticipando el destino marcado.
Dieciséis contra uno -repetía ella como cantinela-. Y mi Juan estaba muerto por su mano. ¡Cobardes! Ni siquiera dieron la orden de arresto.
Sáquenle las esposas -ordenó el juez a un meritorio, y Telma se vio libre de nuevo.
El juez sabía con qué bueyes araba, y algo le decía que en aquella redada había más encono que deseo de cumplir la ley. Hasta pudo imaginar las miradas que habrían cruzado los tres policías a cargo antes de caerle sobre el rancho.
"Que salga muerto", de seguro murmuraron.
También supo que Vairoleto acababa de cruzar la frontera y entrar en la leyenda.
Pucha con esta gente -masculló, mientras veía alejarse a la viuda cargando a la más chica de sus hijas.
Más tarde, cuando desfilaron por el velorio organizado por amigos más de seis mil personas de todas partes, al juez Vargas le pareció que desde el cielo hasta las cortaderas, el viento susurraba el nombre de Vairoleto con música de milonga.
Nota: aunque hay varias formas de escribir Vairoleto, se tomó la que el historiador Hugo Chumbita señala como verdadera.