Mitre y López, cara a cara

Una luna menguante que presagia desdicha campea en el cielo perfumado de Yataytí Corá.
Mitre fuma su cigarro a las puertas de su tienda, mientras el destino se despliega ante él, burlando sus deseos de hombre de letras, imponiéndole los galones y las armas. Si bien acepta con fatalismo ese legado patriótico, añora un poco la intimidad del hogar y el recogimiento espiritual que le brinda su escritorio. Se sabe ante todo un tipógrafo, pero los tiempos que corren no dejan lugar a las vocaciones. Después de haberse templado en el destierro y la soledad, lo aguarda el final de esa guerra en la que todos perderán. Él tampoco saldrá victorioso aunque los aliados triunfen, pues unos alabarán sus decisiones mientras que otros criticarán su impericia.
-Mañana es el gran día, mi general -le dice un oficial correntino con entusiasmo juvenil.-Así es -contesta Mitre lacónico, mirando hacia la espesura colmada de inquietantes ruidos.-Me cuesta dormir -admite el subordinado con franqueza.
Bartolomé Mitre contempla el rostro curtido del hombre a la luz de las antorchas. Al igual que todos, el oficial depende de él, de su estrategia. Capta un sesgo de ilusión en los ojos oscuros. También el soldado quiere regresar a su tierra, abrazar a su mujer y solazarse en la vida de la ribera.
-¿Confía usted en el mariscal López? Con todo respeto, señor.
El Generalísimo da una última calada a su cigarro y su mirada se pierde tras la arboleda que oculta Humaitá. ¿Su contrincante se desvelará igual que él, sintiéndose responsable de las vidas y el futuro? Mitre lo ignora, pero ese punto luminoso que titila como estrella en el campamento de Paso Pucú se convierte en una señal ante sus ojos.
-López podría temer una emboscada también -responde con serenidad-. No somos enemigos, sino contendientes.
Satisfecho, el oficial se cuadra y regresa a su tienda. Mitre permanece un rato más, trazando en su mente la conversación que puede definir el rumbo de la guerra. La reducida escolta se pone en marcha al día siguiente.
El jefe brasileño se ha excusado y el caudillo oriental se aleja, disgustado. Quedan cara a cara Mitre y López.
El Generalísimo con su levita negra, su cinto celeste y blanco y su chambergo; el Mariscal con su casaca bordada y su espada de pedrería. Uno con la mirada distante, el otro echando fuego por los ojos.
Las tropas aliadas a espaldas de Mitre, los dragones de López del lado opuesto.
Los soldados se conocen. Han sido compadres, amigos, hermanos, han mateado juntos y remontado los ríos tantas veces.Mientras los jefes hablan en voz baja se hacen señas, se preguntan por la parentela cercana, chancean un poco. La tensión cede.
La siesta recalienta el suelo provocando vapores, y la entrevista prosigue. Sólo el chillido de las aves corta la pesadez de la hora.
Una brisa entrometida lleva el eco de la última frase, cargada de ira: -¡Sobre mi última trinchera!
La entrevista ha fracasado.
Los jefes abandonan sus sillas, se estrechan las manos, firman el memorándum y regresan a sus filas.
Esa misma noche, bajo el resplandor de una vela, Bartolomé Mitre relee el documento y repasa los sucesos del día. A la frialdad de las palabras se opone la crueldad de las trincheras. Esa guerra contra el Paraguay agotará la sangre joven de cuatro países.
Y él seguirá a merced de su destino.
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