El disparo que nadie escuchó

Ágata juntó coraje y recogió su capa azul, la que resaltaba sus rizos de cobre. Tomó de la cómoda el rosario y besó el crucifijo antes de guardarlo en su bolsito. Se miró al espejo. Llevaba rato llorando y las lágrimas no se agotaban. Recogió su cabello y empolvó su nariz. Salió a la calle cubriéndose con el rebozo, por la llovizna y para pasar desapercibida.
La noticia había corrido de boca en boca cruzando umbrales, golpeando postigos, arañando cristales.
¡Está muerto! ¡No es posible! ¿Se ha matado?
Gente de toda laya comenzó a transitar la noche de invierno bajo una lluvia de infinita tristeza. Silencio y estupor ante ese final inesperado y sin embargo cargado de profecía.
Ágata quedó en medio de jóvenes que, en arrebatos de respeto, se quitaban las boinas blancas al trasponer la entrada del Club del Progreso. Allí, luego de forcejear un poco, vio el cuerpo tan recordado: largo, formidable, tendido sobre una mesa. Con el rabillo del ojo advirtió que no era la única presencia femenina. Otras mujeres lloraban también, dejaban escapularios sobre el pecho viril y se santiguaban. ¿Habrían sido importantes en la vida del caudillo? ¡Qué más daba!
Correligionarios, amigos, enemigos, todos embargados de asombro al negárseles el fulgor de aquellos ojos y el cansino andar compadrito. El chal de vicuña, la chistera y el bastón, señales de identidad, al igual que la barba prematuramente encanecida, aseguraban que Leandro Alem estaba muerto.
¡Él, que enardecía al pueblo clamando por la honestidad política! ¡Él, que había hecho de su vida una solitaria penitencia! ¿Cómo podía matarse el valor?
Un hombre de gesto adusto hizo que la multitud se abriese en corrillos murmurantes. Ágata reconoció a Hipólito Yrigoyen, el sobrino. Sobre él pesaba un aura de reproche, y se tejieron razones para explicar lo incomprensible: la traición, la desilusión política, las deudas, privaciones de la niñez, amarguras de juventud, quizá un antiguo amor.
Ágata aprovechó la distracción para dejar el rosario y una caricia furtiva en la mano que tantas veces albergó la suya.
Adiós.
Al cruzar la sala, se topó con el rostro pálido del cochero que había llevado a un muerto, sin saberlo, desde Sarmiento y Rodríguez Peña hasta la calle Victoria.
No escuché nada, puedo jurarlo.-oyó que decía.
Ágata se detuvo en seco, alcanzada por el flechazo de la angustia. Nadie oyó el disparo funesto. ¿Acaso alguien habría escuchado alguna vez el clamor de soledad de aquel hombre que se enfriaba sobre la mesa del club? Su infortunio estaba escrito en el cielo, mucho antes de que él naciera.
Ágata recorrió las veredas húmedas conteniendo sollozos hasta que, de pronto, levantó sus ojos y vio una estrella solitaria despuntando en la negrura. Había nacido el mito del caudillo de Balvanera.
(Nota de la autora: Leandro N. Alem se descerrajó un tiro con su revólver mientras el coche que había pedido lo llevaba desde su casa hasta el Club del Progreso, el 1° de julio de 1896. Las razones del suicidio nunca fueron claras, sólo se sabe que lo tenía planeado, por los asuntos que dejó ordenados antes.)