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La última calaverada de Roque Sáenz Peña

"Queridísimo Tata: A sus brazos volveré, más hombre que antes, y lo compensaré de los malos ratos que le hice pasar. Ya Mamá me dio su bendición. Le ruego la suya para irme tranquilo. Reciba un abrazo de su hijo que le quiere y le respeta. Roque"

El hombre leía y releía aquella carta en la que adivinaba el ánimo resuelto y apasionado del hijo con el que tanto le costaba entenderse. ¡La guerra del Pacífico! ¡Como si hiciera falta exponerse en una contienda ajena! Luis Sáenz Peña se dejó caer sobre la silla de su despacho y cerró los ojos con dolor a la realidad que le clavaba sus puñales.

Las calaveradas de Roque le habían tornado blanca la luenga barba que ostentaba. Así y todo, en el fondo de su corazón latía una culpa atroz. A su mente volvió el recuerdo de aquella tarde en que Roque se presentó ante él con su aire seductor y su mirada soñadora, para confiarle que, por fin, contraería matrimonio. Lo que su padre tanto había anhelado, para acabar con sus lances amorosos, sus francachelas y la vida de tarambana. Roque y sus amigos eran la comidilla del Club del Progreso, todo Buenos Aires los mentaba en las tertulias: que Roque aquí, que Roque allá, que si Miguel Cané lo acompañaba, que si cortejaban a tal o cual señorita. En vano el padre le presentaba a las muchachas de mejor familia, Roque era un galán. Hasta que se enamoró, y entonces luchó contra la inexplicable negativa. Había creído que contaba con la aprobación de su progenitor, que tanto insistía para que sentase cabeza. Qué inocente juventud.

Aquella infausta tarde se detenía en la memoria de Luis Sáenz Peña, vívida y feroz. Quizá fuera la causa de todo cuanto Roque hacía, hasta esa alocada decisión de ir a luchar en las huestes del Perú. De nuevo resonó en su cabeza la voz desgarrada del joven.

  • -¿Por qué no puedo desposarla? ¿Por qué?

Y la admisión fatal del padre:

  • -Usted no puede casarse con ella, m' hijo, porque es su media hermana.

El silencio pesó entre ellos como la losa de una lápida. Roque palideció, un temblor sacudió su cuerpo y enfebreció su mente. Quiso balbucear algo y no pudo. Recién cuando el hombre que tanto respetaba se volvió hacia él con el semblante contraído de dolor y pena, supo que esa revelación espantosa lo explicaba todo. Entonces Roque entendió el afán del padre por llevarlo de tertulia en tertulia, mencionando a las damas casaderas que convenía tomar en cuenta. El abismo se abrió a sus pies, condenando a los enamorados.

Aquel recuerdo terrible lo hizo decidirse. Roque era su hijo, carne de su carne, y había vivido con la carga de un pecado antiguo y ajeno. Le daría su bendición, aunque ese arrebato de marchar al frente de batalla destruyese sus ilusiones. Se dirigió a la vitrina donde reposaban sus objetos preciados y tomó algunos para ofrendárselos. Que ellos y su amor lo protegiesen de todo mal. Si Dios se apiadaba de él y se lo devolvía sano y salvo, tal vez ésa fuese la última calaverada de Roque. Y su corazón alcanzaría al fin la paz.

(Nota de la autora: el desafortunado amor de Roque Sáenz Peña por una hija natural de su padre, a la que conoció en la estancia de Brandsen, era un secreto susurrado en la Buenos Aires de entonces. Si aquel episodio fue el motivo para que el joven se alistase en la guerra que libraban Perú y Bolivia contra Chile, no lo sabemos. Se sabe, en cambio, que no alcanzó a cortar el lazo que unía al padre y al hijo)

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