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La noche en que Sarmiento pudo morir


El coche traqueteaba por la calle Maipú, hacia la residencia del doctor Dalmacio Vélez Sársfield. Su único pasajero ardía en deseos de llegar. En aquella casa, Sarmiento hallaba la paz que su corazón reclamaba. La seriedad patriarcal del jurista, tan parco en palabras como en gestos, y la ternura que asomaba a los ojos de la hija, mujercita inteligente y discreta, capaz de adivinar tanto sus gustos como sus tormentos, cobijaban su espíritu como en la infancia la visión de su madre, tejiendo en el patio de la casa sanjuanina.

Cinco años de mandato le habían acarreado tales achaques, que sentía la edad multiplicada por cien. Para colmo, esa sordera repentina que le fastidiaba la vida. ¡A él, que se afanaba por verlo y oírlo todo!

Golpeó con su bastón el techo para apurar al cochero, demasiado lento para su impaciencia, y se perdió contemplando los muros encalados, las ventanas bajas, las rejas torneadas. Buenos Aires seguía siendo un poco aldeana para su gusto; se había propuesto sacudirle la modorra para que por fin diese el salto hacia la modernidad que la aguardaba. Él había visto suficiente mundo como para comprender de qué se estaba perdiendo el país, pero cada paso que daba lo hundía en la ciénaga de los problemas, pues lo tomaban por loco, desaforado o tirano.

Sarmiento se sentía solo y amargado.

Salvo cuando visitaba a los Vélez. Allí bebía de la juventud de Aurelia y debatía con pasión los argumentos de don Dalmacio. En la casa de su ministro no era un huésped, sino un amigo.

-¿Qué pasa? -rugió, al sentir un cimbronazo en los huesos-. ¡Apure, hombre!

Sin respuesta, la carroza aceleró el paso por las calles desiertas, y Sarmiento traspuso por fin el umbral de la vivienda patricia. Habían encendido el candil del zaguán, y en la primera sala se adivinaba la presencia del doctor Vélez Sársfield enfrascado en alguna lectura, rodeado del aroma de cuero viejo que emanaba de los libros y de su sillón favorito. Aurelia le ayudó a quitarse la chaqueta y con picardía lo reprendió por haber olvidado algún pedido suyo. Ninguna otra mujer sabía tratarlo con tanta dulzura y comprensión, sin herir ni reprochar jamás. Y Sarmiento podía hacer gala de conocer el corazón femenino.

Hacía apenas unos minutos que degustaban las delicias de una comida criolla, cuando fuertes golpes en la puerta los interrumpieron.

-¿Qué pasará ahora? -se extrañó Domingo, que había impuesto la regla de pedir cita para evitarse el abuso de los porteños, que invadían su despacho con toda clase de reclamos y propuestas.

Los golpes sonaron impacientes, y cuando el visitante se adentró en la sala, todos se alarmaron ante el rostro alterado del jefe de policía de la ciudad.

-Señor Presidente -saludó, ceremonioso-, debo informarle que acaba usted de ser víctima de un infame atentado.

En el silencio que siguió ante tamaña afirmación, sólo el péndulo del reloj recordaba que el tiempo transcurría.

-Fue al doblar la calle Corrientes, y con la intención de matarlo, pero al villano le explotó el trabuco en la mano. Se ve que lo había cargado demasiado.

Aurelia quedó pasmada ante la escena de "su" Domingo yaciendo en un coágulo de sangre sobre los adoquines.

-¿Quién ha sido? -balbuceó.

-Unos italianos, los Guerri. Fueron contratados en Montevideo, según confesaron.

El jefe de policía omitió decir, por deferencia hacia la dama, que habían usado ácido prúsico para asegurarse que el disparo fuese mortal y que llevaban un puñal envenenado, por si lo otro fallaba.

-¿No se dio cuenta usted de nada? -se sorprendió el oficial.

Sarmiento puso cara de disgusto. ¡Ya ni las bombas escuchaba! El episodio, sin embargo, tuvo la virtud de azuzarlo en su decisión de borrar de la faz de la tierra a su enemigo, el que encabritaba a todo el Litoral.

"Ya verás, López Jordán".

(NOTA DE LA AUTORA: este hecho ocurrió el 23 de agosto de 1873, y los historiadores coinciden en afirmar que Sarmiento no se enteró. Iba sin custodia adonde quería, pese a haber recibido advertencias de sus amigos acerca de un posible atentado)

OTROS CUENTOS HISTORICOS: https://www.lanacion.com.ar/autor/gloria-casanas-10452

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