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"Primer día" (mi homenaje al maestro en su día)


MI HOMENAJE AL MAESTRO EN SU DÍA Quise recordar con ustedes uno de los bonus track que escribí para mi novela #lamaestradelalaguna en los coleccionables del diario La Nación, queridos lectores. Y con él, a las maestras que dejaron huella imborrable en nuestros corazones.

PRIMER DÍA Elizabeth se enjugó la frente con un pañuelito de encaje. El verano porteño se resistía a abandonar las calles adoquinadas, y la brisa del río no alcanzaba a templar el ardor que desprendían los muros blanqueados. La maestra bostoniana se inclinó sobre las hojas para concentrarse mejor en su tarea. El reloj de péndulo marcaba un ritmo cansino en el pequeño gabinete de lectura donde desde bien temprano, esa mañana, había empezado a ordenar las cuartillas para los alumnos del inicio. Siempre era una fiesta recibir a los primeros. Sus caritas frotadas por las madres hasta enrojecerlas, sus cabellos mojados y tirantes, los moños almidonados de las niñas, los corbatines ajustados de los niños, las manitos de uñas cortas y limpias. Todos sabían que la directora de la escuela normal revisaba la pulcritud de los estudiantes. Había un anticipo de severidad en esa advertencia. “Cuidado, la señorita O´Connor sabe si las manos están sucias”. “La señorita O’Connor dice que deben lavarse las orejas”. “Nadie engaña a la señorita O’Connor, ella lo ve todo”. Ante aquellas amenazas, los pequeños que se iniciaban en la escuela temblaban un poco. ¿Qué cara tendría aquella maestra que tanto gustaba de encontrar culpables? De la mano de su madre, aquel niñito que pisaba por primera vez el peldaño de su educación, sentía que la puerta doble de inmensa arcada lo tragaría de un bocado. Una marea de niños como él, algo mayores, entraba en bullicioso montón. Ellos no parecían asustados. Claro, eran más altos, ya llevaban su maletín, sabían qué debían hacer. Él no. Era un desconocido en la escuela de Montserrat. Los tilos que flanqueaban el ingreso se alzaban enormes sobre su cabeza, y los pájaros que alborotaban en sus ramas gritaban: “Cuidado con la señorita O´Connor”. Y él empezó a temblar. La mano de mamá lo soltó cuando se escuchó el tañer de una campana. Hubo un remolino en el zaguán, y la perdió de vista. El puchero se formó en su boca, los ojos se le nublaron, tropezó con los cordones de sus zapatos nuevos….y entonces apareció ella. Un halo rojizo rodeaba su rostro, que se inclinó sobre él con una sonrisa. La maestra no se había peinado tan bien como él; rizos deshilachados le rozaban las mejillas con hoyuelos. Los ojos que lo miraban con atención eran ¡de dos colores! Él nunca había visto algo semejante. ¿Sería por eso que descubría todo, como le dijo su mamá? ¿Y dónde estaba su mamá? Parecía haberse evaporado entre la nube de delantales blancos. Como si adivinara su desolación, la mano de la maestra reemplazó a la de su madre. Era suave y tibia. Él levantó la vista, azorado. -¿Cómo te llamas? -Pedro. -Bien, Pedrito, vamos a entrar juntos hoy. Te mostraré el patio donde vas a jugar, y el banco donde aprenderás a leer. ¿Te gustará leer? Él asintió avergonzado. ¡No sabía leer! Otro problema en su corta vida. Sin embargo, aquella señorita que olía a lilas no parecía interesada en averiguarlo. Lo arrastraba por los pasillos embaldosados rumbo al sol que caía sin tregua sobre un patio bordeado de columnas. Los niños eran como las cotorras en el tala, hacían un barullo infernal. Él la miró de nuevo, seguro de que ella los retaría, pero descubrió que aquellos otros niños no le temían. Al contrario, la saludaban agitando la mano, llenos de sonrisas. -¡Señorita O´Connor! ¡Misely! -¡Señorita, nació mi hermanito! Fue ayer. Y ella se detenía ante cada reclamo, palmeando cabezas, pellizcando mejillas, besando las frentes sonrosadas. Sin soltarle la mano. Cuando estuvieron ante una fila de alumnos pequeños como él, la temible señorita O´Connor se volvió hacia otra maestra, alta y rubia, que estaba ajustando el moño de una niñita morena. -Mira, Livia, aquí tienes otro nuevo alumno de tu clase. Se llama Pedro y tiene muchas ganas de aprender a leer. La otra se inclinó también, y le levantó el mentón para mirarlo mejor. -Pedrito –dijo, repitiendo el apelativo cariñoso-, creo que te sentaré adelante de todo, para que me ayudes a recoger las tizas. ¿Te gustaría? Él no sabía, no podía decir qué le gustaba y qué no. Sólo se sentía raro entre tanta gente nueva, en ese edificio de mármoles y estatuas, en compañía de niños con los que jamás había jugado antes. La maestra rubia sonrió, y sus blancos dientes refulgieron en su rostro bronceado. Tenía los ojos verdes. En aquella escuela, las maestras eran dueñas de ojos increíbles, pensó Pedro. Livia le tocó la punta de la nariz con su dedo. -Vamos, que es hora de formar filas –dijo, y de la mano de la señorita despeinada pasó a la de la señorita alta. Era una mano ancha y fuerte, que le infundió confianza. Esa mano lo colocó delante de una hilera de niños movedizos. -Atención –dijo la maestra-, que todos cantarán el himno a la bandera. Pedro casi se desmaya. ¡No sabía cantar tampoco! La maestra Livia, sin embargo, podía ser adivina como la señorita directora, pues le apretó la mano y susurró en su oído: -Mueve los labios, Pedro, que yo te enseñaré el himno cuando estemos en clase. Las notas del piano subieron por los cielos, el patio se inundó de voces infantiles, entre las que Pedro detectó potentes matices masculinos, y cuando estallaron los aplausos, la directora subió al estrado con un pliego en la mano. Claro, no era tan alta como su maestra, tenía que treparse para verlos a todos. Pedro escuchó la voz de Misely que se elevaba también, sonora y plena de modulado encanto, y apreció que se hacía un silencio de misa en torno a sus palabras. No entendió casi nada, pero le quedó grabada la última frase, que provenía de un tal Sarmiento: -“Hombre, Pueblo, Nación, Estado…Todo está en los humildes bancos de la escuela”. Una bandada de gorriones atravesó el patio colmado de sol cuando deshicieron filas para ir a las aulas. Aferrado a la mano de la señorita Livia, Pedro comenzó a sentir que aquel lugar se parecía un poco a su casa, que las maestras no tenían rostros terribles ni buscaban culpables, y que aquélla que lo llevaba con firmeza hacia la puerta abierta en el pasillo, era, casi casi, como su mamá.

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