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El encuentro

Bonus track de: "Por el sendero de las lágrimas"

 

Reinaba la expectativa en la mansión Balcarce desde el día anterior, cuando la dueña de casa encontró en la bandeja del recibidor una tarjeta que le anunciaba la visita de los esposos Morris. Elizabeth la había leído una y otra vez, intentando descifrar si la letra era de Claramaría La Rochelle o de Jim Morris. Recordaba vagamente la misiva que aquel hombre enigmático había dejado junto a su equipaje en los tiempos en que ambos arribaron al Río de la Plata en el vapor Lincoln.

A decir verdad, los recuerdos que Elizabeth O’ Connor tenía del señor Morris no eran del todo gratos. Él había desviado su atención de los asuntos que lo llevaban hasta allí para acosarla y luego secuestrarla, si bien Elizabeth reconocía que le debía mucho, pues sospechaba con fundamento que, al entrar en razones, aquel extraño colaboró con la sanación de Francisco Balcarce, el hombre que ella amaba y hoy era su esposo.

Un esposo que solía sufrir celos terribles, por cierto.

¿Cómo le caería la visita del antiguo pretendiente de su mujer?

Elizabeth no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Recién al clarear, cuando el zorzal trinó junto a su ventana, comenzó a soñar. Y soñó con extravagantes invitados vestidos con trajes de guerreros, armados con lanzas y las caras pintadas de rojo y negro. Se levantó agotada y nerviosa, pensando que todavía debía supervisar el servicio de té con que los recibiría.

Por eso saltó como liebre cuando Francisco entró a la sala con su acostumbrado paso enérgico.

-Querida, ¿qué sucede?

-Nada. Estaba distraída y no te vi venir.

-¿Pensando en mí, tal vez? –bromeó en tono ligero él.

¡Si supiese! Elizabeth se volvió hacia Francisco y lo encaró con la determinación que era su característica.

-Hoy tenemos visita, y me gustaría que fueras amable.

Francisco Balcarce frunció el ceño desconcertado. ¿Qué estaba ocurriendo?

-Acepto que soy un tipo difícil –dijo pausadamente-, pero hasta ahora no he devorado a ningún invitado. ¿De quién se trata?

Elizabeth comenzó a caminar sobre el tapete mientras gesticulaba, con la pretensión de quitar importancia al asunto.

-Oh, antiguos conocidos. En realidad, ella es la joven que encontré durante la epidemia de fiebre amarilla en la ciudad. ¿Recuerdas?

Francisco se apoltronó en el silloncito del que sus piernas sobresalían como azadas y fingió hacer el esfuerzo de recordar.

-¿Será aquélla a la que escribiste un día para alentarla a viajar al Tucumán?

-¡La misma! Veo que te agradará conocerla. Es una mujer de gran corazón, dedicada al servicio y a la beneficencia.

-Suena como una monja de clausura.

-Bueno, ésa fue su vocación al principio, hasta que…

-Hasta que conoció al príncipe azul de sus sueños. ¿Es así?

Francisco estaba de talante bromista, y eso convenía a la reunión de esa tarde.

-En efecto, así fue. ¡Y no te imaginas quién!

La exaltación de su esposa era notable, y aunque Francisco sabía que ella era entusiasta por naturaleza, su instinto le dijo que estaba actuando en su beneficio, de modo que respondió con cautela.

-Espero que un buen hombre, si se trata de una dama tan pura y santa.

-Él la ama y juntos han sabido crear una familia hermosa.

-Como nosotros, amor mío. Parecen personas respetables, no entiendo por qué no debería ser amable con ellos.

Al fin, Elizabeth se decidió a tomar el toro por las astas. Tarde o temprano la identidad se revelaría, así que miró a su esposo con la barbilla alzada y los brazos cruzados, en actitud desafiante.

-Se trata de Jim Morris, aquel viajero de Norteamérica que vino a llevarse la cabeza del doctor Nancy.

Dicho de ese modo, cualquier otro que no fuese Francisco Balcarce, protagonista de aquel tiempo salvaje en que la frontera los había cambiado para siempre, se habría horrorizado; pero él se detuvo más que nada en el gesto de su mujercita.

Ella sólo quería una cosa: que entre el descastado Jim Morris -a quien Fran hubiese retorcido el cuello más de una vez- y él, no corriese sangre. Elizabeth anhelaba una cordial tertulia en la que pudiese departir con aquella novicia frustrada de la que siempre traía novedades a través de sus cartas, ya estuviese en Tucumán, en San Luis o en la propia tierra de los antepasados de ambas: Norteamérica.

La amistad de Claramaría La Rochelle y Elizabeth se había forjado a partir de breves encuentros en el Río de la Plata y la correspondencia a la que las dos mujeres eran afectas.

Francisco había sabido todo eso sin darle mayor importancia hasta ahora, que entraba en juego aquel sujeto del que sólo tenía malos recuerdos.

-No me dijiste que tu amiga había contraído matrimonio con ese tipo.

-¿No te lo dije? Debo haberlo hecho, no había razón para ocultarlo.

-Hay una, y muy buena. Que por culpa del señor Morris casi te pierdo.

Francisco se puso de pie en un solo movimiento al decir eso.

Elizabeth sintió un repentino malestar. Las cartas estaban echadas, no podía suspender la visita y era visible que su esposo aún guardaba rencor hacia Jim.

Hizo un intento desesperado.

Se acercó a él con la mirada titilante y posó su pequeña mano sobre el fornido pecho de Francisco. El corazón de él latía fuerte, y los ojos dorados refulgían bajo los párpados pesados. Era el Francisco Balcarce que ella había conocido en los primeros tiempos, el león de los médanos, el hombre fiero que asustaba a los niños de la escuelita de la laguna. ¿Cómo había podido creer que ese carácter algún día se atenuaría?

Su suegra, Dolores Balcarce, bien lo reflejaba con su chispa española. Casi podía imaginar el refrán brotando de sus labios: “genio y figura, hasta la sepultura”.

-Querido, te lo pido como favor especial. Los Morris no suelen quedarse mucho en ningún sitio, ellos van y vienen según la necesidad los reclame, pues han emprendido una existencia de misioneros. Es pura coincidencia que estén hoy en Buenos Aires, y de seguro en pocos días partirán de nuevo. Si Clara quiere verme, no puedo negarme. Además, esposo mío, ya somos grandes para rememorar viejas rencillas. Seguro que Jim ni siquiera recuerda lo ocurrido. Ahora es responsable de su familia y jamás haría nada que ofendiese a su esposa.

-Pareces conocerlo bien.

Estrategia errada. Elizabeth recurrió al temperamento que solía aflorar en ella cuando los alumnos más díscolos la obligaban a ponerse enérgica.

-Exijo respeto bajo el techo de mi casa. Fuera de aquí puedes hacer lo que gustes, pero en tanto mi nombre esté en juego, no habrá disputas que enloden nuestro apellido.

-En ese caso, soy libre de retarlo apenas traspase el umbral de salida.

-¡Señor! –exclamó Elizabeth fuera de control.

La tozudez de su esposo la sacaba de quicio. Lo peor era que el menor de sus hijos, Francisquito, la había heredado para su mal. Ella debía extraer fuerza de donde fuese para enfrentar a los varones de la casa. Por suerte, Julianita era un alma samaritana que intentaba no causar disgustos, al menos no a ella.

-Retira lo dicho. Es inaceptable hablar de duelos en esta casa.

Francisco decidió sacar provecho de la situación. Ni por asomo pensaba mortificar a su esposa o a Claramaría, de quien sólo había escuchado alabanzas. Lo que jugueteaba en su mente era enrostrarle a ese Morris que al final era él quien se había alzado con el trofeo. Por más que ahora estuviesen ambos casados, no coincidía con la idea de que aquel hombre hubiese olvidado lo sucedido. Al contrario, hasta podía imaginar que la visita traía la secreta intención de corroborar cómo vivía Elizabeth O’ Connor, la mujer en la que el cherokee había puesto sus ojos un día.

-Que vengan cuando gusten. Yo me limitaré a saludar.

-Espero que algo más que eso, si no queremos pasar por groseros.

Francisco se sentó de nuevo y desplegó el diario que la criada había dejado sobre la mesilla, dando por terminado el asunto.

-Si viene Julián, házmelo saber –dijo, al ver que ella salía ofuscada.

-¿Anunció Julián que vendría?

-Qué falta hace. A esta casa vienen a diario todos tus pretendientes, querida.

El portazo sobresaltó a Fran, que al rato ya se sumergía en las noticias, sonriendo.



-¿Cómo me veo, Cachila?

La criada personal de Elizabeth contempló la estampa femenina, ataviada con una blusa de encaje y una falda acampanada color ciruela. Su señora siempre se veía fresca, vistiera lo que vistiese. La maternidad había acentuado sus curvas, tornándola más apetitosa a los ojos del esposo. Y a pesar de ser poco afecta a las joyas y a las plumas, a menudo daba el gusto al señor luciendo alguno de sus regalos.

Como en esa ocasión, la fina gargantilla de perlas y los pendientes a juego.

-Más linda que nunca, Misely. El blanco del encaje le sienta bien.

-Brunilda dice que debería usar telas que aviven el tono de mi cabello, pero a mí me gusta apaciguarlo.

Elizabeth se llevó una mano a la torre de rizos que Cachila había conseguido desenredar y sujetar en la coronilla, aunque ya se desprendían guedejas rebeldes sobre las sienes. El cabello enrulado de su señora había sido un incordio desde que ella la conoció.

-Alcánzame la colonia de lilas, por favor, que voy a rociar mi pañuelo.

Cachila lo hizo ella misma con solicitud, y antes de que su señora abandonara el cuarto le acomodó sin necesidad un pliegue de la falda.

Apenas descendió Elizabeth el último peldaño, la aldaba de la puerta anunció la llegada de los invitados. Eran puntuales.

Misely, la maestra pionera que había sabido hacerse respetar en tierra hostil tanto por blancos como por indios, la que supo granjearse la admiración del mismísimo presidente Sarmiento por su determinación y coraje, tragó saliva antes de enfrentarse al hombre siniestro que había conocido años atrás.

Su primera sorpresa fue ver a Claramaría La Rochelle vestida como una dama en lugar de una novicia; muy lejos del sayo rústico con el que ella la había conocido, la joven lucía un vestido de seda celeste que armonizaba con sus ojos y realzaba el rubio de su cabello, recogido en un sencillo moño. Los mitones de encaje y la sombrilla completaban la imagen de una belleza que trasuntaba un interior también luminoso.

Elizabeth no pudo evitar tenderle los brazos, sobre todo porque su amiga traía en los suyos a una preciosa niña que sonreía, como si supiese que sería bien recibida.

-¡Querida! Estás más hermosa que antes. ¿Y esta pequeña tan traviesa?

-Vinimos con toda la familia, espero que no sea una molestia. En realidad no teníamos dónde dejar a los niños.

Recién al escucharla advirtió Elizabeth que tras la falda de Clara había un chiquillo que la contemplaba con el ceño fruncido, y más atrás aún, un muchachito erguido con un aire adusto inconfundible. La sangre de Jim Morris corría por sus venas, estaba segura.

-Él es Alfonsito –dijo Clara, tirando del más pequeño para que se mostrase-, nuestro consentido. Y él se llama Pequeño Castor, es el sobrino de mi esposo que ha venido con nosotros desde Norteamérica.

Era una familia tan desigual y se veía tan unida, que Elizabeth se sintió invadida por un inexplicable amor por todos ellos. Ya no importaba que el esposo de Clara fuese aquel violento guerrero que quiso posesionarse de ella a la fuerza; no importó que Francisco lo odiara ni que pesara entre ellos un pasado oscuro todavía sin aclarar. Lo que Misely veía era amor puro, el que acepta las diferencias, los defectos y los pecados; el que se rinde ante el corazón de los demás.

Estrechó a Clara y tomó en sus brazos a Brisa, la pequeña hija de los Morris.

En ese instante entró el hombre tan temido. Su estatura y su rostro esculpido seguían siendo imponentes, pero en su mirada de águila destelló la ternura al ver a su hijita sostenida por Elizabeth ante la sonrisa de su esposa.

Para Jim, el encuentro con Elizabeth O’Connor había significado también una incógnita. Por más que Clara representase la vida misma para él, el tiempo en que su espíritu creyó que Pequeña Brasa le estaba destinada había dejado huella en su corazón. Verla en su papel de anfitriona, sonriendo con aire maternal al sostener a Brisa, le produjo una paz balsámica. Ella lo había perdonado. Ya no era el hombre malvado en sus recuerdos.

Por primera vez, Jim se sintió liberado del peso de la culpa.

Hubo un momento leve de tensión al aparecer Francisco Balcarce. El dueño de casa vestía con sencilla elegancia, y Elizabeth comprendió que no había querido establecer jerarquías, al no saber cómo vivían los Morris. Ese detalle de su esposo la conmovió.

-Querido, por fin puedo presentarte a Clara. Ya conoces al señor Morris.

¿Que si lo conocía? Fran esbozó una sonrisa sardónica que el otro captó muy bien.

Ambos hombres se estrecharon las manos mientras cruzaban miradas territoriales.

Ni una palabra, aunque tampoco hizo falta. La risa de Clara al ver que Brisa canturreaba al oído de la maestra y que Alfonsito tomaba a Pequeño Castor del brazo para animarlo a espiar por una puerta entreabierta, llenó todo el silencio.

-Niños, vengan conmigo, que en el jardín les tengo una sorpresa.

Elizabeth había preparado una merienda para sus propios hijos y así mantenerlos lejos de las conversaciones de los adultos. Ordenaría en la cocina que ampliasen la vajilla para incluir a la familia menuda de los Morris.

Un día, pensó fugazmente, todos ellos podrían ser amigos y reunirse en sus respectivas casas, continuando la relación que sus padres habían iniciado.

-Bienvenidos –agregó, con una sonrisa tan diáfana como las perlas que pendían de sus lóbulos y que cautivaban la atención de Brisa.

Francisco cerró la comitiva con su andar silencioso. Al igual que a su esposa, la presencia de la familia al completo lo había sorprendido. Y como hombre, pudo captar en el aire lo que Jim Morris sentía por Claramaría. Era un sentimiento como el suyo, con la misma necesidad de poseer a la mujer amada sin querer compartirla con nadie.

Si en algún momento temió que aquel guerrero siguiese prendado de Elizabeth, al verlo en compañía de su esposa desechó esa inquietud.

Morris era tan posesivo y celoso como él, y ésa era la principal garantía.

Al llegar al salón, Jim se hizo a un lado para cederle el paso. Fran aceptó con una inclinación de cabeza y cruzó con su antiguo rival una mirada de complicidad al ver que las esposas de ambos parloteaban al unísono mientras intentaban ponerse al día, antes incluso de sentarse a la mesa.

El hacha de guerra ya no se desenterraría jamás.


GLORIA V. CASAÑAS

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