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Una visita inesperada

Cuento navideño (inédito), de Gloria V. Casañas



Juliana caminó de puntillas al salir del cuarto del bebé. Le había costado que el pequeño Luis conciliara el sueño, y los calores de la tarde serrana no ayudaban en absoluto. Afuera, las cigarras aturdían la siesta con sus chirridos, y el sol caía a plomo sobre el camino de tierra que se abría rumbo al monte. Diciembre, en plena serranía cordobesa, era un vaticinio de verano bochornoso. Por fortuna, detrás de la casona que habían construido y en la que pasarían las Navidades, corría un arroyo rumoroso que creaba una sensación de frescor.

Entornó la puerta del cuarto para poder escuchar si Luisito se despertaba, y se dirigió a la salita de recibo. Le quedaban cartas por leer y algunas tarjetas de buenos augurios que pensaba despachar hacia Buenos Aires. Hubiese querido pasar las fiestas con su familia, pero los negocios de su esposo lo retenían en Córdoba, y ella sabía que él también añoraba la presencia del padre y el hermano, ambos en Norteamérica. El teniente David Amherst lamentaba pasar la Navidad lejos del hombre con el que se había reconciliado en los años de madurez. Jeffrey, tercer barón de Amherst, había sido siempre un carácter difícil, y su hijo, un militar orgulloso. Una combinación que durante años los mantuvo enfrentados. Hasta que ella irrumpió en aquel hogar vetusto de la mano de su abuela, la dulce Emily O’Connor. Juliana sonrió. En esos días previos a la Navidad, su abuela estaría horneando galletas de jengibre para aquel hombre cascarrabias, asistida por Adela, su asistente y amiga.

¿Quién hubiera podido sospechar que de aquella temporada invernal nacería un idilio?

La sala de recibo era un coqueto rincón que su esposo había diseñado para ella. Los muros empapelados con flores y pájaros, la alfombra de arabescos azules, el detalle de las butacas tapizadas y el delicado secreter que olía a cedro, eran ejemplos del modo que encontraba su adusto marido para mimarla. Educado en las austeridades del ejército, avezado en batallas y con el lastre de sentirse huérfano de amor paterno, David se mostraba algo torpe para expresar el amor que ella le inspiraba. Más cómodo le resultaba regalarle objetos que su mujercita apreciara. La conocía bien, sabía que la profesión de médica le exigía cierta independencia para estudiar y a veces, poder recibir a algún paciente fuera del recinto del hospital. Aquella salita oficiaba tanto de escritorio como de consultorio.

Juliana abrió los postigos de la ventana que daba al valle, y una nube de cardos le enturbió la vista. Más abajo, en la hondonada, las casitas de tejados oscuros se arracimaban entre montes de chañares y algarrobos. Respiró con fruición el aire mentolado. Más tarde haría una visita a la doctora Grierson, que también pasaba una temporada en su casita serrana. Juliana le debía su vocación a la primera médica argentina. Gracias a Cecilia Grierson había hecho sus prácticas en la escuela de enfermería, y ese bagaje de experiencias enriqueció su estudio.

Recogió su cabello cobrizo en un moño del que pronto se desprendieron mechones rebeldes, arremangó su blusa y mojó la pluma en el tintero. A medida que escribía, su rostro se arrebolaba, en parte por el calor, pero también por la emoción que le provocaba dedicar sentidas palabras a su madre. Elizabeth sin duda añoraría la presencia de su hija, y sobre todo, la de su primer nieto. Luisito era un encanto, pasaba de un brazo a otro con la misma facilidad que un cachorrito, jamás refunfuñaba y estaba siempre dispuesto a la sonrisa.

-A ti sale –había sentenciado David, orgulloso de ese hijo que le llegaba en edad tardía.

-Así lo espero –bromeaba ella, que gozaba chuceando a su marido.

El carácter vivaz de Juliana Balcarce era el bálsamo que David necesitaba para acallar los humores que de tanto en tanto lo acechaban. Su pierna, con el resabio de viejas heridas, le molestaba más a medida que se volvía viejo, y los recuerdos lo acosaban sin descanso. Sólo su esposa, radiante como el sol de verano, lograba iluminar el lado oscuro de su vida.

Ensimismada en la escritura, Juliana no advirtió que un carro se acercaba cuesta arriba. La casa solariega se encontraba en la cima de una colina arbolada, y hasta allí los ruidos llegaban amortiguados por el susurro del viento y la batahola de las cotorras parlanchinas.

Los golpes de la aldaba, en cambio, sí la interrumpieron.

Juliana se asomó y alcanzó a ver el carromato, pero no al que golpeaba con insistencia a su puerta. Para evitar que el ruido despertase a Luisito, decidió acudir en persona en lugar de llamar a su única criada, que hacía también de niñera. La prefería en el cuarto del hijo, atenta a la más leve necesidad del pequeño.

Eran horas desusadas para llegar de visita. A menos que se tratase de un paciente. Esa idea la conminó a abrir con rapidez. La sorpresa se pintó en su cara al ver ante ella el rostro enrojecido de su hermano menor.

-¡Francisquito! –exclamó, sin entender qué hacía el joven allí en lugar de encontrarse en Buenos Aires, compartiendo los preparativos del pesebre con el resto de la familia. Si bien ese hermano se las arreglaba solo desde hacía tiempo, las Navidades seguían siendo el motivo de reunión familiar, y Juliana creía que allá estarían todos: sus padres, Francisco y Elizabeth, su hermano mayor Santos, y también el benjamín, al que todos apodaban Fran o Francisquito. Era insólito que se hubiese llegado hasta ahí sin avisar siquiera.

-¿Están todos bien? –se apuró a saber, aun antes de estrecharlo entre sus brazos.

Francisquito lucía incómodo.

-Perdona que me presente de esta manera, hermana. En casa están bien, padre con el carácter de siempre, y madre intentando resolver los problemas de todos. En cuanto a Santos…

-¿Sí? –lo alentó Juliana, temiendo que aquellos dos se hubiesen enemistado.

El temperamento levantisco del menor solía provocar riñas en la casa familiar, y Santos era demasiado recto en su concepción de la vida como para tolerar las andanzas descarriadas de aquel hermano que causaba tanta zozobra a los padres. Más de una vez, las puertas de la mansión de los Balcarce se habían cerrado con estrépito, después de alguna de esas agarradas. Y Fran huía rumbo a la estancia de los Zaldívar, donde trabajaba como peón de campo y de paso, se refugiaba con los amigos de sus padres, sintiéndose acogido en familia.

-Espero que no hayan peleado.

-No, no, pelear es mucho decir, pero él…En fin, que no nos hemos entendido cuando recurrí a su consejo. Ya sabes que para nuestro hermano las cosas son blancas o negras, buenas o malas, justas o injustas, sin términos medios.

Juliana se hizo a un lado por toda respuesta, invitando a Fran a pasar. Ya habría oportunidad de escuchar lo que tuviera para contarle. Le ofrecería un refrigerio y que se refrescara, antes de descansar del largo viaje. El joven dudó y miró hacia un lado, donde el coche aguardaba, en el polvo del camino.

-¿Viene alguien más? –dijo Juliana, intrigada.

A través de las ventanillas sucias nada se veía, y a decir verdad era extraño que, si su hermano había llegado hasta su casa, se mostrase reacio a entrar en ella. Como respuesta a su intriga, la portezuela se abrió y bajó del carro una muchacha morena y esmirriada, vestida de manera estrafalaria, que se sacudió la tierra con su guante y miró hacia adentro del vehículo. Llevaba un sombrerito ridículo y el cabello trenzado tan tirante, que le hacía los ojos chinos. Juliana la miró con asombro. Su hermano era un seductor, pero esta muchachita no parecía del tipo de mujer que le atraía, aunque si venía en su compañía, era de buen tono recibirla.

-Dile a tu amiga que pase también –dijo, componiendo su mejor expresión de anfitriona, tal y como había aprendido de su madre.

-Zelda, trae al niño –dijo entonces su hermano con voz firme.

Juliana se quedó de una pieza al ver avanzar a la morenita con un bulto entre los brazos, y más aún al contemplar el rostro sonrosado del bebé que ostentaba en su coronilla el inconfundible cabello rojizo que los identificaba como hermanos.

-Hermanita, éste es mi hijo.

La joven, con toda su experiencia de madre y de doctora, fue incapaz de reprimir un gemido de asombro al conocer aquella verdad que cobraba dimensiones de drama, si había empujado a su hermano fuera de Buenos Aires, hasta las sierras de Córdoba.

-Ahora sí, entremos –resolvió Fran como si fuese el dueño de casa, y los cuatro pasaron al vestíbulo, dejando fuera el carro con su equipaje bamboleante en la parte superior.

-Zelda, bienvenida -atinó a decir Juliana, sonriendo temblorosa a la muchacha.

-Gracias, señora, pero yo sólo acompaño al niño. Soy su ama de leche.

-¿Cómo es eso?

-Hermanita, sentémonos, quiero contarte todo, y te pido que no me interrumpas hasta que termine. Estoy exhausto, y muy triste. Sé que hago mal en traerte mis problemas, pero no tengo a quién más recurrir.

Juliana, enternecida, dejó que su hermano se apoltronara en el sillón de la sala, y mientras él desgranaba sus explicaciones, tomó en sus brazos al pequeñín, que se chupaba el pulgar con ahínco, sin duda esperando sacar algo de leche de allí.

-Zelda, ve a la cocina y dile a la encargada que prepare un biberón con la mitad de la leche que toma mi hijo, anda. Ella sabrá qué hacer –y le tendió al niño, que ya formaba pucheros.

La morenita corrió en la dirección indicada, con alivio de escapar de aquellas confesiones que condenaban al hombre que la había contratado.

Francisquito desanudó el lazo de su corbata y Juliana pensó que las ropas formales no le sentaban tan bien como el pañuelo y la boina de campo con los que solía presentarse siempre. Estaba acostumbrada a ver a su hermano como un pícaro, y esta seriedad teñida de tristeza y arrepentimiento la conmovía hasta el tuétano.

-Cuéntame todo –dijo con firmeza, sentándose en un taburete a sus pies, rodeando sus rodillas con los brazos, y los hermosos ojos dorados fijos en la mirada castaña del hermano.

….

David entró a la casa, extrañado del silencio que reinaba. Iba dispuesto a preguntar a la esposa de quién era el carro que había visto afuera, pero la vista del hombre que hablaba con ella tras el respaldo del sillón lo detuvo en seco. Los celos estaban siempre al borde del estallido. Él era un hombre maduro y baldado, y su mujer una joven de profesión que cautivaba a todos con su belleza saludable y sus modales francos y amorosos. La maternidad no había sino acentuado sus atractivos, llenando sus formas y dando a su cutis una luz que la tornaba resplandeciente.

¿Quién era aquel joven alto y fornido que conversaba con ella en actitud íntima? ¿Por qué Juliana se había sentado casi entre sus piernas, un gesto que ni con él tenía? Antes de poder irrumpir como hubiese deseado, sorprendiéndolos in fraganti, escuchó el llanto apagado de un bebé que no era el suyo. De la cocina vino una mujer que no conocía portando un biberón, y los protagonistas de la escena reaccionaron como si todo aquello fuese la escena repetida de una obra de teatro. Vio entonces el cabello de tono cobre característico de los Balcarce y O’ Connor, y entendió que aquel intruso era el tarambana de Francisquito, demasiado mayor ya para llevar ese diminutivo.

-Cuñado –dijo, a modo de saludo.

-¡David! Qué bueno que llegaste para conocer a Pedro. ¿No es adorable?

El teniente Amherst se vio invadido por la confusión al percibir con claridad que aquel bebé llevaba los rasgos de su esposa y de su cuñado. Y comenzó a fastidiarse al reconocer en el entusiasmo de Juliana la aceptación de alguna barrabasada del hermano menor.

-Lo es –dijo con sequedad-. ¿A qué se debe que lo hayan sacado de su casa, tan pequeño, con estos calores y la cantidad de insectos que hay en este lugar? ¿Querida…?

Sin duda, aludía a la condición de médica de su esposa para hacerla entrar en razones, pero Juliana desestimó los temores de David con un gesto desenfadado.

-Oh, está fuerte como un toro, no le hará daño el clima. Mira, se acabó el biberón ya. ¡Y pide más!

Juliana actuaba con naturalidad para espantar las suspicacias de su esposo, pero no era tonta, y sabía que debía darle las explicaciones que su ceño fruncido requería.

-Fran vino de improviso porque ha sucedido algo terrible, querido.

El mencionado miraba al cuñado con una pizca de remordimiento y otra de simpatía. David peinaba canas ya, le recordaba un poco a su padre, y temía que tuviera el mismo pensamiento condenatorio de Francisco Balcarce.

-¿Recuerdas a Maricel, aquella muchacha que los padres decidieron meter en un convento?

-Para sacarla de las garras de tu hermano, sí, la recuerdo.

Juliana se armó de paciencia.

-Bueno, el caso es que ella…en fin, consiguió salir de la Casa de Ejercicios.

-Huyó –aclaró con rotundidad David, impertérrito.

-Sí, en cierto modo, claro…Fran y ella estaban enamorados, si lo recuerdas.

David arrojó el bastón que llevaba en el último tiempo a todas partes y se dejó caer en el sillón contiguo al de Francisquito, que a la sazón se había puesto de pie al verlo entrar.

-¿Por qué no dejas que tu hermano complete la historia, Juliana? Si es capaz de arrancar a una doncella de un convento y hacerle un hijo, bien puede defenderse solo.

El sarcasmo de David irritó a Juliana, pero su mayor temor era que el hermano se ofendiese. Sabía que Fran tenía el temperamento del padre, y que las reacciones intempestivas le habían acarreado bastantes problemas en la vida. El joven Balcarce, sin embargo, no saltó sobre el cuñado como podría haber temido Juliana. Las circunstancias lo obligaban a ser cuidadoso y además, estaban en vísperas de Navidad. Hasta para él, un díscolo incorregible, aquel tiempo era sagrado. Así le habían enseñado sus padres y sus abuelas.

-Entiendo su disgusto, teniente, y le ruego disculpe esta intromisión, pero ya no hablo por mí sino por mi hijo, que ha quedado huérfano.

La palabra caló en David con la profundidad de un navajazo.

-¿Huérfano?

-Mi esposa, Maricel, murió al darlo a luz. Ocurrió hace dos meses, en la casa que alquilamos para formar nuestro hogar. La comadrona nos dijo que venía torcido, pero también nos aseguró que ella podía resolverlo, que el médico no era necesario. Hubiese debido hacer lo que mi instinto me decía, pero…-se interrumpió, la voz cortada por la congoja, y miró a la hermana con sus ojos de avellana brillantes de emoción. ¡Un médico! Su propia hermana lo era, pero habían decidido hacer todo por su cuenta, alejarse de las familias que condenaban esa relación. Lo único decente que hizo Francisquito fue ofrecerle santo matrimonio antes, para que esa criatura naciese dentro de los cánones sociales.

-Lo siento mucho –comentó David, turbado. La cosa era peor de lo que imaginaba.

-Vine porque…En casa las cosas se tornaron difíciles.

-¿Sus padres lo supieron?

-Ellos no están al tanto, se hallaban de viaje cuando sucedió, pero mi hermano Santos no quiso que les causase tanto dolor, y me dijo que buscase un sitio donde criarlo, que ya se ocuparía él de allanar a mis padres el disgusto.

-No debió dejarte solo con esto –recriminó Juliana, enojada con la estrictez de Santos.

-Él pensaba en padre y en madre, entiendo su preocupación.

-Aun así. Un hijo es siempre un hijo, sin que importe cuántas baladronadas cometa. ¿Qué pensabas hacer acá, en Córdoba? ¿Lo sabe Santos?

David lo miró con interés. Él también se lo preguntaba. De pronto, ante el silencio acongojado de Fran, la propia Juliana ensayó la respuesta.

-¡Qué tonta soy! Por supuesto que pensaste en pasar aquí la Navidad, con Pedrito y su aya. ¿No te parece espléndido, querido? Al final, estaremos en familia, después de todo.

No era ni por asomo la manera en que esperaba David pasar esas Navidades, pero era incapaz de contrariar el deseo de su esposa de albergar al hermano con su bebé y, por otro lado, él no sería capaz de negarle cobijo a un recién nacido. Hubiera dado una tunda en el momento adecuado al padre, pero eso ya estaba fuera de lugar.

-Será bueno que ese niño se familiarice con su primo –contestó, aludiendo a Luisito.

Juliana lo abrazó, orgullosa de su decisión, y luego acompañó a Fran al cuarto donde había decidido alojarlo. La expresión de su hermano decía a las claras que ni él esperaba ser cobijado esa Navidad, aunque lo aliviaba contar con ello.

……

En la víspera, Juliana se dedicaba a componer el pesebre, que a lo largo de los días se acrecentaba con las ofrendas que le llevaba la gente del pueblo, agradecidos todos de contar con la “doctorcita” que tanto les aliviaba las nanas simples como diagnosticaba las más complejas, y siempre tenía tiempo para preguntar por las familias y sus necesidades.

Feliz de poder compartir la Navidad con su hermano, Juliana había bajado al valle en busca de pequeños regalos para decorar el árbol, en ese caso una rama de abeto ornamentada con piñas y flores, que con gracia había colgado de la ventana. Le gustaba improvisar, como lo había hecho su madre cuando enseñaba a los niños de la laguna en la Mar Chiquita. Los niños Balcarce se habían criado en un ambiente amoroso de preocupación por el prójimo, de ahí el disgusto de Juliana ante lo que parecía la frialdad o indiferencia del hermano mayor. ¡Ya le cantaría ella las suyas a Santos, cuando tuviese la oportunidad!

Regresó de sus mandados con una bolsa que algunos niñitos del pueblo le ayudaron a cargar, causando más escombro que otra cosa, pero fue incapaz de rechazar la buena voluntad, ni de negarles unos dulces antes de despedirlos.

-Sólo si han comido antes –les aconsejó, sabiendo que harían oídos sordos a la recomendación.

Los miró alejarse a la carrera, chillando y retándose para llegar primero a las casas.

-Me maravilla ver cómo consientes a todo el mundo, menos a tu esposo, que desde hace horas te aguarda para tomar el té.

-Querido, en las vísperas no alcanza el tiempo para nada –contestó Juliana, mientras se quitaba los escarpines polvorientos y acudía a la cocina para que la cocinera se ocupase de las compras. Llevaba el cabello hecho un desastre, pues la sequedad del clima destruía el efecto que ella buscaba lograr con las tenacillas. Aun así, lucía preciosa con la corona de rizos rojizos enmarcando su rostro y los ojos brillantes de expectativa. Al regresar se colgó del cuello de David, zalamera, y besó su barbilla. La mirada de acero de él suavizó su dureza en un instante.

-No pretendas corromperme –bromeó.

-Ya lo ha hecho –se oyó decir desde el pasillo, y apareció Fran con Pedrito en brazos, seguido de Zelda, que llevaba una especie de columpio improvisado.

David sabía ser imperturbable cuando quería, pero había algo en la desfachatez de aquel joven que le recordaba su propia manera de desafiar al padre, su revancha por lo que siempre había tomado como falta de cariño de parte de Jeffrey. En el poco tiempo que llevaba compartiendo la vida familiar de los Balcarce, creía advertir que aquel hijo no cumplía las expectativas de sus padres, del mismo modo que él tampoco lo había hecho, y esa sensación de ser una decepción permanente había constituido su cruz toda la vida.

-Vamos al porche –sugirió Juliana-, y que nos lleven allí la merienda, para compartir el sol con los niños. Voy en busca de Luis.

Cuando la joven madre desapareció en el rellano de la escalera, Francisquito se volvió hacia su cuñado.

-Gracias –dijo con solemnidad-. Sé que no soy una compañía ideal para pasar las fiestas, pero no sabía a dónde ir con el niño. He cometido una falta imperdonable al comprometer a la familia.

-Según lo veo –comenzó David con parsimonia-, la familia es el refugio de todos los pesares. Y no seré yo quien juzgue el comportamiento de un hijo, pues no he sido ejemplo de nada. Aun así, sería conveniente resolver esto de manera rápida, ya que tarde o temprano tus padres lo sabrán, y agregarás a la falta una ofensa si no confías en ellos.

Esas palabras parecieron producir un efecto profundo en Fran. Asintió en silencio, y se encaminó hacia el porche de troncos y piedra, donde Zelda procuraba colgar el columpio para el bebé.

El día transcurrió en forma apacible. Tanto Luis como Pedro eran niños que se adaptaban a las circunstancias, y aunque estaban en edades distintas, compartían un no sé qué familiar que los hermanaba. Los padres respectivos contemplaban esas similitudes con emoción.

Al anochecer, Juliana encendió las velas en la rama de abeto, perfumó el aire con pebeteros de incienso, y ató cascabeles en las ventanas para que la brisa ejecutase la música que el ambiente navideño requería. Se sentía exultante de felicidad. Si bien entendía por lo que su hermano estaba pasando, la pérdida sufrida y la responsabilidad que significaba criar solo a un niño, su instinto samaritano la impelía a tomar aquel desafío en sus propias manos.

“Donde se cría uno, se crían dos”, se dijo, mientras acomodaba la vajilla de la cena navideña y en su mente ideaba la posibilidad de quedarse a cargo de Pedrito para que Fran pudiese seguir adelante con su vida. Era un plan audaz, y debía contar con el beneplácito de ambos hombres, su marido y el padre del niño, pero en su mente la voluntad mandaba, de modo que dejó en manos de Dios la solución del conflicto.

“Es Nochebuena”, pensó, y Jesús nacerá hoy de nuevo. Él me revelará los pasos que debo dar.

La misa de gallo se celebraba en la capillita del pueblo, y hacia allá fueron, una vez terminada la cena. Dejaron a los niños durmiendo a cargo de Zelda y de la criada de la casa, y bajaron la cuesta montados, una costumbre que les encantaba, pues tanto los Balcarce como David Amherst se habían criado conociendo y amando los caballos.

Durante la misa, a la luz de las farolas y acompañado por los cánticos de los fieles, el sacerdote colocó al Niño en su pesebre e instó a todos a rendir alabanzas al Dios nacido en la pobreza, con una gruta por cobijo y sólo el calor de los animales por abrigo.

A lo largo del camino de regreso, con las estrellas brillando en lo alto y la brisa removiendo los arbustos, los tres jinetes iban enfrascados en sus pensamientos, conmovido el espíritu por las emociones navideñas, y sintiéndose más livianos luego de haber rezado y compartido un nuevo Nacimiento con la gente sencilla de las sierras. Fran, que cabalgaba detrás de su hermana, experimentó la necesidad de sincerarse con su padre y aceptar que su carácter lo llevaba a cometer errores que no siempre se podían resolver, y deseó hacer borrón y cuenta nueva. La muerte de Maricel no era culpa de nadie y sin embargo, él la sentía como una losa en el pecho, pues, de haber obrado con prudencia, quizá ella hubiese tenido mejor atención médica, o al menos, hubiese sido más feliz al saber que sus actos no serían juzgados por su familia.

“Ojalá pudiera decirle ahora que intentaré ser mejor”, pensó, compungido.

Juliana se demoró para ponerse a su altura.

-¿Dónde está descansando ella, Francisquito?

Él respiró hondo.

-Bajo los fresnos de la casa familiar. No han querido que la enterrase en el cementerio de Buenos Aires, supongo que para negarme la posibilidad de llevarle flores. Me odian –agregó, con una voz que reflejaba toda su pena.

-Eso no será siempre así –sentenció Juliana con sabiduría-, pues tienen un nieto, y les guste o no, son sus abuelos. A la larga, sentirán el deseo de verlo y compartir su crecimiento. Y no podrás negarles ese derecho, Fran, aunque te duela.

-Lo sé. Me arrepiento tanto…

Poco faltó para que el joven Francisco Balcarce y O’ Connor se echase a llorar, y su hermana, consciente de esa debilidad, taloneó su montura hacia adelante para darle un momento de privacidad. Sabía que Fran, entre otros rasgos heredados del padre, era orgulloso y odiaba ponerse en evidencia.

Al llegar, las luces encendidas les brindaron la acogida, y cuando desmontaron y dejaron a los caballos a su aire para que ramonearan en los alrededores, los tres parecían haber encontrado un lazo de unión profunda por el secreto y la responsabilidad que compartían.

Fue por eso que quedaron atónitos ante la escena que se desplegó cuando les abrieron las puertas.

-¡Mamá!

Ante ellos, la familia Balcarce en pleno, rodeando el árbol navideño y el pesebre. Elizabeth cargaba a Luisito mientras posaba su mano sobre el hombro de su esposo Francisco, quizá para recordarle el motivo de aquella visita intempestiva. Él, por su parte, lucía algo turbado. Era un hombre corpulento como el hijo, ya templado el gesto por la vida vivida, aunque los ojos, iguales a los de su hija Juliana, seguían refulgiendo con ese tono dorado que los hacía únicos. Ambos esposos permanecieron unos segundos en silencio, contemplando a los recién llegados con ánimos diversos. Elizabeth O’ Connor, la maestra tan querida por todo Buenos Aires, sonreía con dulzura, y en sus ojos verdiazules se leía que había sido la artífice de aquel encuentro inesperado. Y la sorpresa mayor vino cuando se abrió paso entre ellos Santos, el hermano al que Juliana acusaba de haber obrado de forma mezquina. Era el único que heredaba los rasgos españoles de la abuela paterna, la dulce Dolores Balcarce, tan digna y sufrida. Santos era alto, garboso, el cabello oscuro ondeaba en su frente y los ojos, casi negros, poseían una seriedad fuera de tiempo, como si el joven ya hubiese vivido lo que el destino le deparaba. Por eso siempre actuaba tan serio y callado, tan seguro de dar el paso correcto, y preocupado por las faltas ajenas.

Se adelantó para estrechar en sus brazos a la hermana, tendió la mano al teniente Amherst, y luego se volvió hacia el díscolo de la familia.

-Perdóname, hermano. No podía decirte que iba a intentar poner a todos de tu parte. Espero que no me hayas odiado por esto. Necesitaba tiempo y dedicación –e hizo un gesto hacia donde el padre los miraba con aire severo pero a la vez envuelto en la tranquila conciencia de que la familia estaba antes que nada. Así lo habría querido él en su propia infancia, cuando el hombre que creyó su padre lo miraba torcido. Y así lo entendió al desposar a Elizabeth, la mujer de su vida, que lo educó en la paciencia y la comprensión que siempre le faltaban. Francisco Balcarce, que había renunciado al apellido paterno por decisión propia, era ahora la cabeza de una prole que necesitaba de su fortaleza para probar sus alas en la vida, y él no les iba a fallar.

-Hijo, ven a mis brazos –dijo con voz ahogada.

Y Francisquito, el réprobo, se refugió el abrazo paterno llorando las lágrimas que hasta el momento no había podido derramar.

Juliana tomó la mano del esposo y la oprimió con fuerza.

-La próxima Navidad iremos a Amherst, querido, no es justo que hagamos llorar sólo a mi familia.

-¡Feliz Navidad! –exclamó Santos, recuperando el control de la situación.

-¡Feliz Navidad!

La algarabía despertó a Pedrito e hizo reír a Luis, para dicha de los abuelos.

Esa noche, antes de dejar el salón y subir a su dormitorio, Juliana permaneció un momento en soledad, contemplando el rincón donde habían estado todos reunidos. Hubiese podido jurar que un fulgor de luna acababa de bañarlo en un resplandor fugaz que le recordó otras Navidades, tan especiales y emotivas como esa.

-Feliz Navidad, familia querida.

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